Voces desde el subsuelo
08 agosto 2014

Foto: María Rosa Rivas
Maquillaje, luces y música, por un lado.
Trajes, moños, chalecos y valijas, por el otro. Apoyados a un costado
del pequeño escenario, los muñecos esperan, pacientes, el momento en que
sus gargantas, en apariencia muda, comiencen a vibrar. Todo está
ubicado en su lugar, planificado, pensado. Son las nueve de la noche y
en el sótano del bar Telmo, en el santo barrio homónimo, CIVEAR -el
Círculo de Ventrílocuos Argentinos- festeja una década y media de vida.
Las casi cincuenta personas que están
presentes van y vienen por todo el sótano. La mayoría de los asistentes
son ventrílocuos, magos o parientes de alguno de estos dos grupos.
Transcurrido un rato, la multitud se ubica en las sillas. Al hacerlo, la
mayoría de ellos descubre, apenas posa las asentaderas, que una
fotocopia con “el Himno” los está esperando para comenzar a entonarlo.
No hay excusas. La letra está en la mano.
El escenario de madera exhibe en el
fondo una marquesina que indica que este lugar le pertenece a los
artistas. La C, la I, la V, la E, la A y la R aparecen, desde la
perspectiva del narrador, como un sombrero posado sobre la cabeza de
Miguel Angel Lembo, el presidente de la asociación, encargado de
inaugurar el encuentro. A un costado, Tomás Antonio Foti, segundo en el
escalafón detrás de Lembo, le da rienda suelta a la pista. Es hora de
entonar.
La canción, con una melodía circense, es
una poesía de amor y amistad. Arranca con un “Yo soy tu muñeco, mi
cuerpo es hueco…”. Continúa como una declaración de principios entre el
ventrílocuo y el muñeco, tal vez una extensión del cuerpo del artista o
de su propia conciencia. Los niños la cantan a los gritos. Los adultos,
también.
Lembo repasa la historia de CIVEAR,
nacida unas semanas más tarde de la muerte de Chasman. El grupo se fundó
con la idea de difundir, enseñar y profesionalizar una vocación que
tuvo su época dorada hacia las décadas del ’50 y ’60. Entre ese sub
mundo de héroes infantiles con guiños hacia los mayores, se encontraba
Emilio Dilmer, cuyos muñecos regresaron a la Argentina treinta años
después de la muerte del artista. Hoy, en los 15 años de la asociación,
una foto sobre el escenario recuerda su importancia para los
ventrílocuos locales.
Los minutos pasan y las funciones,
también. Primero, una mujer hace un dúo. Sus muñecos son una pareja
española que tiene, en público, discusiones de cama, a los que la
ventrílocua –si se me permite el término- interrumpe para “ubicarlos”.
Le sigue un payaso con zapatos enormes, acompañado por un mono que hace
delirar a la audiencia. Más tarde se descubre que Merequete Caruso -ese
es su nombre artístico- es, además, un artesano “inigualable” a la hora
de hacer títeres y que muchos de los muñecos que están aquí presentes
fueron hechos por sus manos. El cierre del show está a cargo del Payador
y del Negro Julián. Ambos, luciendo un poncho pampa impecable,
improvisan una payada desopilante, inspirados en las sugerencias del
público.
De vuelta en la planta baja del bar, el
tiempo parece no haber transcurrido. O sí. Quizás las escaleras al
sótano fueron un viaje al pasado. O quizás al futuro, aunque no es la
intención de esta nota tratar de averiguarlo. El narrador y su
acompañante son invitados a compartir el brindis. Se sirve sidra, se
chocan las copas. Se festeja, con una sonrisa en la cara, la vigencia
del arte de decir, con la boca cerrada, lo más profundo de la mente
humana.
Agradecimiento especial a Tomás Antonio Foti y Bartolito por abrirme la puerta de su casa.
Peter Pumpuruno